Saturday, October 21, 2006

Cap. 5, Concluyendo - Democracia bastardeada

En los capítulos previos, hemos visto algunos vicios, absurdos y nepotismos que están pisoteando la democracia, alertas de humor inclusive. Continuar en tal presentación sería interminable. En cambio, me parece que lo mostrado es suficientemente representativo y permite ensayar algunas conclusiones.

¿Qué País, qué Nación, queremos? Pregunta recurrente, que suele agotarse en sí misma diciendo: “lo que pasa es que no sabemos qué País, qué Nación, queremos”. Tendríamos que responderla mediante un compendio de soluciones para cuantos problemas y necesidades existen, como, por ejemplo: política exterior con Afganistán, Alemania o Chile; desarrollo del sistema energético en el País; terminar con el analfabetismo; erradicar el mal de Chagas; tipo de cambio: pavimentar calles; etc., etc. (es lo real y concreto, después de los “acuerdos programáticos”, las “banderas” y los discursos). Una tal respuesta que parece infinita a nivel individual, no lo es para el Estado y los partidos políticos en ejercicio democrático y en tarea efectiva, es su obligación.

Más sucintamente y trascendiendo cualquier filiación política, uno quiere decencia para su Nación, para su País, donde no ocurran despropósitos como los repasados en los capítulos anteriores (y, ni hablar de las barras bravas, patotas y mafias politizadas). Vale la pena recordar lo que dice el diccionario. Decencia: “Aseo, compostura y paramento, correspondientes a cada persona o cosa. Honestidad, recato. Gravedad y decoro en las palabras y acciones, según el estado y calidad de las personas.” Decente: “Honesto, justo, conforme a la decencia. Conveniente al estado o condición de las personas. Limpio y ordenado aunque sin lujo. Digno, que obra y procede dignamente. Bien portado; que se trata y viste con decoro. De buena calidad o condición o en cantidad suficiente.”

Claro y sencillo de entender. Uno quiere ciudadanos decentes, funcionarios decentes, políticos decentes. Uno quiere empresas decentes, explotaciones agropecuarias y mineras decentes, ciudades decentes, barrios decentes. Uno quiere decencia en todas las manifestaciones de su sociedad.

Cierto es, los indecentes seguirán existiendo. Entonces, para ellos debería suceder, sin escamoteo, desde la condena social hasta la sanción de la Justicia. Ahora bien, los cuerpos normativos tienen también efecto preventivo, es decir, todos sabemos qué está bien y qué no, las indecencias no son inocentes. Sin embargo, somos testigos, en un extremo, que no siempre lo legal se corresponde con lo justo (típico de los dictadores que modifican o inventan leyes que legitimen sus arbitrariedades), y en otro extremo, que se le busque la vuelta a una ley para interpretarla de otra forma o eludirla (típico de los que quieren reelegirse más de una vez y, peor aún, a perpetuidad).

El primer cuerpo normativo y preventivo es la Constitución Nacional, por ello, debemos ir a ella en busca de atacar la raíz de los vicios. Hemos visto en el Capítulo 2 que la necesidad prioritaria es eliminar la posibilidad de reelección inmediata. Es el mayor de los males, que se manipula y amplía llevando a regresiones feudalistas ejercidas en varias provincias, en incontables intendencias, en el País en varias oportunidades, con formas y pretextos diversos, y con reediciones siempre actuales. Por lo tanto, en virtud del sistema republicano federal, lo que a continuación se diga a nivel nacional, implica proponerlo igualmente en provincias y municipios.

El artículo 90 de la Constitución debería decir: “El presidente y el vicepresidente duran en sus funciones el término de cuatro años y no podrán ser reelegidos o sucederse recíprocamente en un periodo consecutivo. El presidente y vicepresidente no podrán ser sucedidos, en un periodo consecutivo, por parientes de primer o segundo grado”.

Igual e indispensable restricción de tiempo, reelección y sucesión correspondería introducir para los diputados (art. 50), los senadores (art. 56, donde, notablemente, no sólo se les asigna seis años sino la facultad de reelección indefinida) y el defensor del pueblo (art. 86).

Si sólo se concretaran estas reformas ya habría ganado enormemente la salud de la Nación. Sin embargo, hay otras igualmente indispensables.

En el Capítulo 1 vimos la ausencia lamentable de independencia de los Poderes. Esto es particularmente grave en el caso del Poder Judicial, para el que, la propia Constitución le asigna dependencia de los otros poderes, Ejecutivo y Legislativo. El art. 99 inciso 4 dice, como atribuciones del Poder Ejecutivo: “Nombra los magistrados de la Corte Suprema con acuerdo del Senado por dos tercios de sus miembros presentes, en sesión pública convocada al efecto” (notablemente, sólo interviene el Senado con sus miembros presentes a una reunión). El inciso sigue con el nombramiento, también, de los jueces de los tribunales inferiores federales a propuesta del Consejo de la Magistratura.

Algo tan fundamental, tan irremplazable, para el ejercicio democrático como la independencia de los Poderes del Estado, requiere para el Poder Judicial una legitimidad de origen igual a la de los otros dos. Un presidente y un vicepresidente de la Corte Suprema deberían ser electos por cuatro años (con las mismas restricciones de tiempo, reelección y sucesión ya citadas). Además, un Poder Judicial con autonomía económica, sin la dependencia actual de partidas asignadas mediante el Ministerio de Justicia del Ejecutivo.

¿Para qué hacen falta tantos legisladores y por qué la Nación tiene que estar sumergida en elecciones cada dos años?

El art. 45 debería decir “uno por cada doscientos mil habitantes” (daría 180 diputados para 36 millones de habitantes, todavía un número grande pero menor que los 257 actuales). El art, 54 debería estipular “dos senadores por cada provincia y dos por la ciudad de Buenos Aires … correspondiendo una banca tanto al primero como al segundo partido en número de votos” (la mayoría de un partido, en esta cámara, se lograría por número de provincias ganadas y quedaría asegurada una mayor presencia de los partidos minoritarios).

Un solo proceso eleccionario cada cuatro años, en todos los estamentos del Estado, sería suficiente, sustentado en la plena participación de los partidos políticos. Cada partido político debería explicitar detalladamente, en su respectivo ámbito (nacional, provincial o municipal), desde sus principios hasta sus objetivos concretos de gobierno, a cumplir por sus candidatos. La ciudadanía debe votar fundamentalmente por una plataforma de partido, para cuyo mejor cumplimiento el partido habrá elegido a su candidato. Por el contrario, es un absurdo lo que nos ocurre, se nos lleva a votar por promesas personales que no sólo no se cumplen sino que hasta se ejecutan al revés; el partido de origen sólo sirve como máquina electoral y no como sustento programático y conocido de gobierno.

La responsabilidad primera de gobierno debe ser de un partido político, no de una persona. Se elige a una persona, tal el sistema, pero ella debe ser ejecutora de la política explícita y conocida de su partido. La Nación no puede estar pendiente de las buenas o malas decisiones políticas de una persona. En el caso de los legisladores, la responsabilidad de los partidos políticos hace innecesaria la pretendida continuidad de proyectos mediante la renovación fraccionada de los miembros de las cámaras (origen del ajetreo político cada dos años).

Estas y otras consecuentes reformas constitucionales, nacional y provinciales, nos conducirían a una Nación y a un País mejores. Pero, ¿quién las haría? ¿los que están disfrutando del ejercicio del poder? ¿permitirían, siquiera, que avance una tal iniciativa?

Tal reforma constitucional debe ser sustentada, propiciada, lograda y defendida en el tiempo por uno o más partidos políticos, idealmente por todos los partidos, que se ponen de acuerdo en lo fundamental, en las reglas de juego, en la decencia de todos los actos públicos. Sobre tal base, firme, respetada y consolidada, cada partido participaría, democráticamente, según sus principios, sus ideales, y lo que considere de mejor ejecución para la Nación. Es este acuerdo lo más difícil, pero también la única forma de corregir el fondo moral dañado de la República.

De otro modo y sin tal sustento político, sólido en el tiempo, en el supuesto de lograr la constitución ideal, a cualquier futuro adicto al poder, se le podría ocurrir cambiarla en su beneficio; todo lo que tendría que contar, como ocurre ahora, es si tiene un Poder Legislativo obsecuente y, si sus votos cautivos más sus clientelismos y una enorme campaña publicitaria le otorgarán, también, un Congreso Constituyente mayoritariamente secuaz.

La Nación no puede consumirse en contiendas intestinas, en personalismos. Otras Naciones han superado sus desgracias con acuerdos multipartidarios y emergen con decisión y fuerza envidiables. La Argentina puede y debe hacerlo, de lo contrario, continuará con sus falencias y, además, será testigo de su estancamiento y retraso con respecto a otros Países de la tierra, vecinos inclusive.


Jorge B. Hoyos Ty.
Octubre de 2006